Piedra amatista para los Obispos, topacio amarillo para los Arzobispos, zafiro o rubí para los Cardenales. El anillo episcopal, entre simbolismo y espiritualidad
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Como cualquier otro aspecto de la religión, también las joyas que lucen los altos prelados, como Obispos, Arzobispos y Cardenales, no son simples adornos u oropeles, sino que están revestidas de un fuerte valor simbólico. En particular, el anillo episcopal que lucen los Obispos en las celebraciones más solemnes simboliza su entrega total a la Iglesia, su elección de obediencia y servicio.
Pero el valor simbólico del anillo episcopal, como el de todos los anillos sagrados, no se limita al significado que se le ha atribuido a lo largo de los siglos. El anillo, por su propia forma, siempre ha estado revestido de un significado profundo y universal, que la Iglesia católica ha hecho suyo. Los primeros anillos se remontarían a la Edad de Bronce y ya las antiguas civilizaciones, como la egipcia, los utilizaban como signos distintivos de personalidades eminentes o como sellos de documentos preciosos. Depende de la forma del círculo, símbolo de perfección, infinito y eternidad, que para la Iglesia se ha traducido también en santidad. Basta pensar en las aureolas que rodean las cabezas de la Virgen María, de Cristo y de los Santos, y que casi siempre son redondas, o en la costumbre de intercambiar anillos en el Sacramento del Matrimonio, significando la compleción mutua que nace de la unión entre dos individuos.
Volviendo a la evolución del anillo como ornamento símbolo del poder temporal y religioso, en la antigua Roma los sacerdotes de alto rango llevaban anillos primero de hierro y luego de oro, y era costumbre que quienes se dirigían a ellos besaran estos anillos en señal de deferencia, costumbre que más tarde se transmitió a reyes, emperadores y, con la llegada del Cristianismo, a eminentes religiosos. Pero ya en las Catacumbas se han encontrado anillos decorados con grabados simbólicos, señal de que los primeros cristianos adoptaron desde muy pronto este símbolo.
Y no olvidemos el anillo del Pescador, una de las tradiciones más antiguas vinculadas a la elección papal, y uno de los objetos ligados a la religión y al catolicismo más investidos de valor simbólico.
Incluso las piedras preciosas que adornan los anillos que llevan los Obispos (amatista), los Arzobispos (topacio amarillo) y los Cardenales (zafiro o rubí) no se limitan a definir la jerarquía sacerdotal, sino que tienen también un significado simbólico preciso.
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El significado de la amatista en el anillo episcopal
La elección de la piedra de amatista como gema para decorar el anillo del Obispo no es casual. Esta piedra ya se menciona en la Biblia entre las vestiduras ceremoniales para Aarón que Dios había ordenado a Moisés: «10 Llénalo con cuatro hileras de piedras preciosas. La primera hilera tendrá una piedra sárdica, un topacio y un carbunclo; 11 la segunda hilera, una esmeralda, un zafiro y un diamante; 12 la tercera hilera, un jacinto, un ágata y una amatista, 13 y la cuarta hilera, un berilo, un ónice y un jaspe. Todas deben estar engarzadas en oro, 14 y tener grabados a manera de sellos los nombres de los doce hijos de Israel. Cada piedra debe tener grabado uno de los doce nombres de las doce tribus.» (Éxodo 28, 10-14).
El valor simbólico atribuido a esta hermosa piedra violeta, y por consiguiente al anillo episcopal con amatista, tiene sus orígenes aún más atrás en el tiempo, en los antiguos mitos griegos, según los cuales la Amatista era una ninfa que la diosa Artemisa transformó en un espléndido cristal para protegerla de Dioniso, el dios de la ebriedad. Arrepentido por haberla perjudicado y condenado a esa metamorfosis, este último habría derramado vino sobre el cristal, que de tan límpido adquirió el color característico que todos conocemos. Quizá por este vínculo mítico con Dioniso, desde la antigüedad se atribuyó a la amatista el poder de proteger contra la ebriedad, hasta el punto de que la palabra griega améthystos significa “no borracho”. En la antigua Roma se elaboraban copas de amatista que se utilizaban en los banquetes de los patricios.
Según la cristaloterapia, la amatista es una piedra que aporta equilibrio y autocontrol, alimenta la autoestima, trae buenos sueños y ahuyenta las pesadillas.
La elección de esta piedra para el anillo del Obispo está vinculada a su color, el púrpura, un color sagrado que recuerda la penitencia, la espera y el luto, pero también las bodas místicas entre Jesús y su Iglesia. Se utiliza especialmente durante el Adviento y la Cuaresma.
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Los primeros cristianos encontraron inmediatamente un vínculo entre la amatista y Cristo, reconociendo en el cristal la pureza del espíritu y en los matices violáceos y rojizos los signos y las heridas de la Pasión. Con el tiempo, la amatista se ha convertido en símbolo de los humildes que, como Cristo, eligen sacrificarse por los demás, sin dejar de rezar por quienes los persiguen. También es símbolo de confianza, piedad, humildad, sinceridad y sabiduría espiritual, y por eso fue elegida como piedra de los Obispos, pastores de las almas, guardianes de la Iglesia.
El anillo del Obispo
Fue con el IV Concilio de Toledo en el año 633 d.C. cuando se definió que, en el momento de la ordenación, el obispo debe recibir no sólo la estola, u orarium, y el báculo pastoral (el bastón), sino también el anillo, o anulum, emblema de la dignidad pastoral, que llevará en el dedo anular derecho. San Carlos Borromeo, a finales del siglo XVI, estableció que el anillo episcopal debía ser de oro, aunque a lo largo de los siglos ha habido obispos que han preferido materiales más humildes, con una amatista engastada.
Hoy, los Obispos reciben el Evangelio, símbolo de su tarea de difundir la Palabra; la mitra, que simboliza la Santidad; el pastoral, por su misión de pastor de las almas; el anillo con amatista, símbolo de la fidelidad a la Iglesia.
El anillo del Arzobispo
También el topacio, la maravillosa piedra de reflejos de oro que adorna el anillo de los Arzobispos, se menciona en la Biblia entre las gemas sagradas que debían adornar la coraza de los Sumos Sacerdotes, asociadas a las doce tribus de Israel, pero también a los doce ángeles que custodian el arca de la Alianza y presiden la puerta del Paraíso. Para los egipcios, el topacio era la piedra de Ra, el Dios del Sol. Su nombre en sánscrito antiguo significa ‘el fuego’. Su color marrón y dorado hace referencia al sol, la tierra, la fertilidad y la vida. Según los griegos, confería fuerza física y mental.
El anillo del Cardenal
Los cardenales tienen su propio anillo, ya documentado en el siglo XII, que les entrega el Papa durante el consistorio secreto, como símbolo de su dignidad y alianza con la Iglesia. El anillo del Cardenal está adornado con un zafiro o un rubí y se diferencia de los demás anillos pastorales en que lleva grabada en el propio anillo o en el reverso de la piedra la insignia del Papa que lo entregó al Cardenal. También es un poco más ancho porque debe llevarse sobre los guantes pontificales.
El zafiro siempre ha estado asociado al concepto de lo divino, en todas las culturas. De hecho, el sello de Salomón era un zafiro; los antiguos persas la consideraban la piedra sagrada por excelencia y creían que los zafiros determinaban el azul del cielo. Una antigua tradición afirma que las tablas de los Diez Mandamientos eran de zafiro. En el antiguo Egipto era la piedra de la verdad y la justicia, para Carlomagno, que siempre llevaba un amuleto engastado con un zafiro, una demostración de amor a Dios. Fue el Papa Inocencio III, en el siglo XIII, quien decidió que los cardenales debían llevar el anillo de zafiro en la mano derecha.
Considerado el rey de las piedras preciosas, el rubí fue antaño también la alianza de boda por excelencia. Representa el entusiasmo y la alegría de vivir, el amor, la libertad, pero también la fuerza, la salud y la pasión. Protege de los daños físicos y del alma, y confiere invencibilidad y valentía.