Incluso antes del nacimiento de Jesús, la paloma era considerada un animal con un fuerte valor simbólico. Para los griegos era un símbolo de amor y un mensajero de la diosa Afrodita. Al igual que en Egipto, era utilizada como un pájaro de envío, para llevar mensajes. Entre los Judíos era la ofrenda sacrificial de los pobres, que no podían permitirse sacrificios más costosos. Simbolizaba el amor, el anhelo de Dios a través de la purificación, la paz.
Al final del Diluvio universal es una paloma que, enviada por Noé, devuelve al arca llevando en su pico una rama de olivo, dando una nueva esperanza para la humanidad diezmada. En este sentido la paloma aparece como un mensajero celestial. En la Biblia la paloma es el ave más mencionado, y encarna la belleza, la ternura, y la fidelidad del amor, sino también la pureza, la libertad, y la búsqueda apasionada de Dios.
Sus gemidos son los de quien sufre en espera de una salvación que nunca llega. En otras tradiciones se consideraba el símbolo del alma de un difunto. De hecho, entre los pueblos eslavos, existía la creencia de que el alma del difunto se convierta en una paloma.
Con la llegada del cristianismo, la paloma se convirtió en el símbolo del Espíritu Santo. Cuando Jesús fue bautizado, de hecho, se dice que una paloma descendió sobre su cabeza. Es un nuevo comienzo para el hombre, la renovación de la Alianza con Dios después del Diluvio, el Amor de Dios que desciende sobre los hombres dando a ellos una esperanza de salvación y la eternidad.
Jesús utiliza a menudo la imagen de la paloma, combinándola con la de la serpiente. Decía a sus discípulos: “Sed prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas” (Mt 10,16).
El significado de esta advertencia es que hay que ser inteligente y cauteloso para escapar de los engaños, pero sin perder su propia inocencia, la confianza en el próximo. El cristiano debe convivir con esta doble naturaleza, la de la serpiente, inteligente y realista, y la paloma, etérea y ligera, sin exceder en ambas direcciones.