La adoración de los pastores: del Evangelio de Lucas al Belén, una historia antigua y siempre actual
Desde muy pequeños, conocemos a los principales personajes del Belén: la Sagrada Familia, formada por María, José y, por supuesto, el Niño Jesús, el buey y el burro utilizados para calentar a este último en el pesebre, y los pastores que han venido a presenciar el nacimiento de Jesús. En efecto, la adoración de los pastores es un episodio fundamental no sólo en el contexto de la Natividad, sino más generalmente en la historia de la venida de Jesús al mundo, en su haberse hecho hombre para los hombres, en Navidad.
Los personajes del Belén Napolitano y su significado
En el Belén napolitano nada se deja al azar. Cada personaje, cada lugar, encarnan un símbolo, esconden un significado profundo y único.
Lo que hace tan precioso e importante este episodio, narrado únicamente en el Evangelio de Lucas, es precisamente la identidad de sus protagonistas. El Hijo de Dios acaba de nacer en el mundo, es el comienzo de la realización del plan divino, el principio del camino que conducirá a la humanidad a la Nueva Alianza y a la Salvación. En el Antiguo Testamento, Dios hablaba a Reyes y profetas, a patriarcas y sacerdotes. O enviaba a sus mensajeros, a sus ángeles, para iluminar las mentes de aquellos que debían guiar a los pueblos y a las almas, para allanar el camino a la venida del Mesías. Pero en el Nuevo Testamento algo empieza a cambiar. De nuevo en el Evangelio de Lucas, el Arcángel Gabriel se aparece a Zacarías para anunciarle que va a ser padre, a pesar de su avanzada edad: de él y de su esposa Isabel nacerá Juan el Bautista. Nuevamente Gabriel se dirigirá a María de Nazaret, para pedirle que acoja en su vientre al Hijo de Dios y acepte el destino que le está reservado, y luego se le aparecerá en sueños a San José, su esposo, para ordenarle que no repudie a la joven, sino que la proteja y la ame a ella y al Niño que vendrá. Zacarías es, en efecto, un sacerdote, mientras que María y José son personas comunes y humildes, aunque destinadas a grandes cosas.
Siempre en el Evangelio de Lucas (Lc 2,8-14), el único de los evangelios canónicos que menciona el episodio, leemos cómo, para anunciar el nacimiento de Jesús, Dios decide no dirigirse a eruditos y hombres de poder, sacerdotes y profetas: envía a uno de sus ángeles a hablar a unos pobres pastores acampados al aire libre con sus ovejas, hombres que «pasaban la noche en el campo, turnándose para cuidar sus rebaños». Un ángel se les apareció y «la gloria del Señor los envolvió en su luz». El ángel les habló así: «Hoy les ha nacido en la Ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». E inmediatamente después una «multitud del ejército celestial» se une a él cantando la Gloria de Dios. ¡Es difícil imaginar algo más revolucionario! Es imposible imaginar el asombro de estos hombres, que no poseían más que sus propios rebaños, ignorantes, carentes de los conocimientos que poseían otros de rango superior, de aquellos estudios a los que muchos habían dedicado toda su vida. Lucas nos dice que «Ellos se llenaron de temor», y es comprensible su temor ante uno y luego muchos ángeles que brillan con luz. Sin embargo, obedecieron sin demora aquella invitación y acudieron temerosos pero decididos a ver a aquel Niño tan especial. Siguiendo el camino que les indicó el Ángel «encontraron a María y a José, y al niño que estaba acostado en el pesebre. Cuando vieron al niño, contaron lo que les habían dicho acerca de él».
El episodio termina con los pastores que vuelven a su trabajo y a su vida «glorificando y alabando a Dios por lo que habían visto y oído, pues todo sucedió tal como se les había dicho».
Más allá de la belleza del relato evangélico, su significado simbólico es evidente y podemos examinarlo en sus diversos aspectos. Ya el hecho de que el anuncio del Ángel llegue de noche, el momento en que los hombres están más expuestos, más vulnerables, el momento de los sueños, de las reflexiones, de los pensamientos, de los miedos, de las elecciones, nos hace comprender cómo nada es aleatorio en el plan divino. Dios envía al ángel a anunciar el nacimiento de Jesús por la noche, y lo envía a hombres que no saben nada de él, hombres comunes, sencillos, inadecuados. Pero así es cada hombre, antes de encontrarse con Dios, y como es normal, la reacción de los pastores es de asombro y temor. La grandeza de Dios los domina, Su luz los envuelve, no como algo de lo que sólo ser testigos, sino de lo que formar parte, de lo que sentirse un componente infinitesimal y, sin embargo, precioso e insustituible. Así el Hijo de Dios entra en el mundo y en la historia de los hombres, de todos los hombres dispuestos a creer, a acoger los signos y mensajes de Dios y a atesorarlos.
Posteriormente, los Reyes Magos, que simbolizaban a los poderosos, a los sabios, a los que conocían las profecías y sabían de la venida del Mesías, también acudirán a la cueva de la Natividad. A ellos les corresponderá anunciar el nacimiento de Jesús entre sus semejantes, pero los primeros en adorar al Niño en la noche de todas las noches seguirán siendo para la eternidad los humildes pastores visitados por un Ángel bajado del cielo.